Rafael de LEÓN
(Español, 1910-1982)
Hubiera podido ser
hermoso como un jacinto,
con tus ojos y tu boca
y tu piel color de trigo;
pero con un corazón grande
y loco como el mío.
Hubiera podido ir,
las tardes de los domingos,
de mi mano y de la tuya,
con su traje de marino,
luciendo una ancla en el brazo
y en la gorra un nombre antiguo.
Hubiera salido a ti
en lo dulce y en lo vivo
en lo abierto de la risa
y en lo claro del instinto;
y a mí, tal vez, que saliese
en lo triste y en lo lírico
y en esta torpe manera
de verlo todo distinto.
¡Ay, qué cuarto con juguetes,
amor, hubiera tenido!...
Tres caballos, dos espadas,
un carro verde de pino,
un tren con siete estaciones,
un barco, un pájaro, un nido...
y cien soldados de plomo,
de plata y oro vestidos.
¡Ay, qué cuarto con juguetes,
amor, hubiera tenido!...
¿Te acuerdas, aquella tarde,
bajo el verde de los pinos,
que me dijiste: -¡Qué gloria
cuando tengamos un hijo!...-
Y temblaba tu cintura
como un palomo cautivo,
y nueve lunas de sombra
brillaban de tu delirio.
Yo te escuchaba lejano,
entre mis versos, perdido;
pero sentí por mi espalda
subir un escalofrío,
y repetí como un eco:
-¡Cuando tengamos un hijo!...-
Tú, entre sueños, ya cantabas
nanas de sierra y tomillo,
e ibas lavando pañales
por las orillas de un río.
Yo, arquitecto de ilusiones,
sostenía el equilibrio
de una torre de esperanza
con un balcón de suspiros.
¡Ay, qué gloria, amor, qué gloria
cuando tengamos un hijo!...-
En tu cómoda de cedro
nuestro ajuar se quedó frío,
entre alhucema y manzana,
entre romero y membrillo.
¡Qué pálidos los encajes!
¡Qué sin gracia los vestidos!
¡Qué sin olor los pañuelos
y qué sin sangre el cariño!
Tu velo blanco de novia
-por su olvido y por mi olvido-
fue un camino de Santiago
doloroso y amarillo.
Tú te has casado con otro;
yo con otra he hecho lo mismo...
Juramentos y palabras
están secos y marchitos
en un antiguo almanaque
sin sábados ni domingos.
Ahora, bajas al paseo
rodeada de tus hijos,
dando el brazo a... la levita
que se pone tu marido.
Te llaman... ¡doña Manuela!;
usas guantes y abanico,
y tres papadas te cortan
en la garganta el suspiro.
Nos saludamos de lejos
como dos desconocidos;
tu marido baja y sube
la chistera; yo me inclino,
y tú sonríes sin gana
de un modo triste y ridículo.
Pero yo no me hago cargo
de que hemos envejecido,
porque te sigo queriendo
igual o más que al principio,
y te veo como entonces,
con tu cintura de lirio,
con un jazmín en los dientes
y a color como el trigo,
y aquella voz que decía:
-¡Cuando tengamos un hijo!...-
Y en esas tardes de lluvia,
cuando mueves los bolillos
y yo paso por la calle
con mi pena y con mi libro,
dices, con miedo, entre sombras,
amparada en el visillo:
-¡Ay, si yo con ese hombre
hubiese tenido un hijo!...
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